MIREMOS AL PRÓJIMO COMO IMAGEN DE DIOS
Esta es la breve historia del nacimiento de Moisés. Como esclavos de los egipcios, los hijos varones nacidos entre los hebreos debían ser arrojados al río por orden del faraón.
Es extraño que Moisés, autor del libro de Éxodo, hable de sí mismo llamándose hermoso.
Sin duda él escribía desde la perspectiva de sus padres. Todos los hijos son hermosos y, aunque muchos niños recién nacidos no lo sean en verdad, es indudable que la ternura y el cariño con que los miramos los convierten en seres preciosos.
Pero hay personas a las que nadie los considera hermosos y sufren por eso. Quizás sea por su figura, por su carácter o por sus acciones. Sin embargo, quienes somos llamados a mirar como lo hace nuestro Padre, debemos ser conscientes de que todos los seres humanos han sido creados a su imagen y semejanza. Nadie será ignorado por ese Padre que conoce y protege el embrión en el vientre de la madre, aun antes de que ella se entere de que está embarazada (Salmo 139:13-16).
Nadie nació por casualidad o por accidente. Dios, como la primera vez en el Génesis, mirará siempre a su creación con agrado. Jesús, el verbo (la acción) de Dios hecho hombre, se enfrentó a todas las miserias humanas a las que estamos expuestos. Cuerpos enfermos, endemoniados, corazones corruptos y egoístas; pero su actitud nos dejó a sus seguidores un legado que no podemos ignorar: No cuenta la calidad de lo que se ve, sino la calidad de la mirada. Hasta aquello que era más despreciado se volvía hermoso ante la mirada del Señor.
Las miradas dicen muchas cosas sin necesidad de palabras. Una mirada acepta o rechaza, anima o desanima, aprueba o desaprueba. En Mateo 6:22 Jesús explica que la lámpara del cuerpo es el ojo, por eso si nuestros ojos son buenos, todo el cuerpo estará lleno de luz. El sentido de este mandamiento es el de no contaminarnos mirando cosas inconvenientes, pero también tiene un alto sentido positivo. Si tu mirada es hermosa, irradiará la luz celestial.
Como cuerpo de Cristo, nosotros amamos a la gente porque Él la ama. Somos la opción que marcará la diferencia ante un mundo que compara, segrega, elige y discrimina. Si la Iglesia también ignora, ¿qué esperanza le queda a este mundo? Los cristianos solemos pasar mucho tiempo pensando en qué vamos a decir, cuando nuestra mirada previa ya ha hablado por nosotros. Por ese motivo la gente no nos oye. La actitud siempre hablará más que las palabras.
A nuestro Señor nunca le importó el aspecto, la condición o la reputación de quienes lo rodeaban. Él supo aceptar a todos aunque no aprobara su comportamiento, porque no estaba interesado en cómo encontraba a las personas sino en lo que quería lograr en ellas. Cuando los cristianos miramos a alguien con hermosura, fluyen los propósitos de Dios en su alma. Dejamos de mirar con los ojos físicos y lo hacemos con el corazón. Ya no nos interesa la calidad de lo que vemos debido a la acción transformadora de Dios en las vidas.
El rasgo distintivo del fruto del Espíritu Santo (Gálatas 5:22) tiene altas connotaciones relacionales. Un cristiano que está lleno de Dios no producirá temor, sino que atraerá a las personas como lo hacía Cristo. No se separa del resto, se incluye. No es un factor de ruptura sino de unidad en la familia, en el trabajo, en el salón de clases y en la iglesia.
Estos días son especiales para nosotros porque estamos buscando una intervención poderosa del Señor en nuestro país. Oremos no solamente por más poder, sino también por fuego santo y pasión divina que nos permitan ser más humildes y amar incondicionalmente a todos.
No seamos como los fariseos que mientras ayunaban daban mensajes confusos centrándose en sí mismos. Salgamos a la calle como Iglesia de Cristo a amar a quienes son el objeto más precioso de Aquel a quien oramos. Podemos sentir otra vez las palabras de su corazón: “Ve y haz tú lo mismo”.