LA MISIONERA DE CORAZÓN CHINO
Gladys May Aylward nació en el seno de una familia creyente en Dios, pero ella no había tenido una experiencia personal con Jesucristo, hasta que a sus 27 años, en un culto, sintió el deseo de viajar a la China y servir a Dios. Por ello, inició sus estudios con el sueño de convertirse en misionera, pero se llevó una gran decepción al darse cuenta de que “no daba la talla”. Quedaba expulsada del centro por haber reprobado la asignatura de Sagradas Escrituras. Su calificación no era suficiente para ser misionera.
Pese a este lamentable suceso, Gladys no se dejó derrumbar y continuó su labor como trabajadora doméstica con el fin de ahorrar suficiente dinero para comprar un boleto hacia cualquier parte de China. Ella no tenía ni la más mínima idea de lo costoso que esto era, pero poco a poco ahorró las cuarenta y siete libras esterlinas y se subió al ferrocarril con destino a Tien-tsin, al norte de China. Lo que Gladys desconocía era que se estaba librando una guerra entre Rusia y China, y su vida corría peligro. Las líneas del ferrocarril fueron interceptadas y no pudo continuar. Aun así, la osada Gladys decidió seguir sola su camino y se vio involucrada en numerosos problemas hasta terminar dentro de una gélida y sucia cárcel y ser interrogada por perversos soldados rusos.
Al abrir la Biblia que llevaba en el corpiño, cayó una hoja de papel que alguien le dio en Londres, cuando subió al tren. La elevó a la luz mortecina que entraba por el ventanuco. Escrito en letras grandes, decía así: “No les temas, yo soy tu Dios” - Nehemías 4:14 – Gladys repitió el versículo una y otra vez hasta sentir que recuperaba fuerzas. Se recordó a sí misma que a pesar de cualquier cosa que le sucediera, Dios estaría cuidándola.
Finalmente, los mismos soldados rusos terminaron por embarcarla rumbo a China. Pero ese no fue el término de su sufrimiento: la misionera Aylward fue “secuestrada” por un oficial, quien tenía su pasaporte retenido, pero gracias a una joven rusa logró escapar y (…) subir a un barco con destino a Japón. Cada kilómetro que avanzaba representaba para Gladys, un kilómetro menos que la separaba de China: su más grande sueño. Cuando por fin pisó territorio de Tien-tsin, fue en busca de la señora Lawson, una anciana inglesa que la acogería en su misión. Ella no había tomado en serio que la joven Aylward fuera capaz de llegar hasta China en medio de la guerra, y se había trasladado a la bellísima cuidad de Yangcheng: a donde solo se podía acceder por un camino de mulas. Gladys arribó Yangcheng y la austera señora Lawson la recibió. Al parecer todas sus tribulaciones habían cesado, pero la novata misionera no contaba con lo difícil que sería ganarse el corazón de los ariscos chinos.
-Nos llaman “lao-yang-kwei”, “diablos extranjeros”. Pero debemos acostumbrarnos. Acéptelo como un reto. Tenemos que encontrar un modo de alcanzar a este pueblo con el mensaje del evangelio. Dios nos ha encomendado una tarea difícil – dijo la señora Lawson, y añadió vigorosamente – pero no es imposible. Gladys se enjugó las lágrimas. No estaba segura de dar la talla para estar a la altura de aquel desafío, pero haría todo lo posible por continuar.
Cuando la señora Lawson y Gladys salían a dar un paseo por la ciudad, los nativos chinos las observaban con cierto recelo, ellos no estaban acostumbrados a ver mujeres blancas con cabellos rubios o castaños y ojos claros. Pese a ello, con el pasar del tiempo, aprendieron a respetarlas aunque aún les temían. Un día cualquiera, Gladys comentó que al viajar en mula le hubiera gustado descansar en una posada limpia y más acogedora. Inmediatamente la Sra. Lawson tuvo una magnífica idea para predicar el evangelio, sin tener que perseguir a los asustadizos chinos.
- Convertiremos la casa en una posada – exclamó la señora Lawson.
- ¿Una posada? - repitió asombrada.
- Sí. Es la solución perfecta. No podemos hacer que la gente vaya a una iglesia pero podemos conseguir que entren en una posada. Les contaré historias bíblicas gratuitamente. A los chinos les encantan los pasatiempos. Noé, Moisés, Jesús, Pablo... les encantarán esas historias. Y tome nota de lo que digo: esas historias se contarán una y otra vez a lo largo del camino. Sólo Dios sabe cuántas personas podrán escuchar el Evangelio gracias a nuestra posada.
Con muchísimo esfuerzo Gladys, la señora Lawson y el recién converso Yang pusieron en acción su plan misionero. Pronto “La Posada de las Ocho Felicidades” se convirtió en una de las más concurridas de la zona. Gladys notó que era importante aprender el idioma si quería contar historias bíblicas a los muleros. Con la ayuda de Yang, en corto tiempo dominó el chino mandarín y hasta llegó a hablarlo mucho mejor que algunos oriundos. La señora Lawson murió tiempo después tras un penoso accidente, fue en aquel momento cuando Gladys se dio cuenta que era la única extranjera en Yangcheng y tendría que hacerse cargo de la posada.
El punto de partida para que las personas aceptaran definitivamente a Aylward, se dio gracias al mandarín (la máxima autoridad de la ciudad) quien le delegó una gran responsabilidad. Gladys se convirtió en “la inspectora de pies” y viajaba por todos los pueblos aledaños verificando que las niñas no tuvieran los pies atados, lo cual era una antigua y cruel costumbre china.
Finalmente el mandarín habló: - Es sumamente importante que la ligadura de pies se detenga de inmediato en este territorio. En cuanto a su religión, no tiene importancia para mí. Hable de lo que quiera. Si las mujeres se hacen cristianas, querrán que tengan sus pies desatados, como los de usted; eso será bueno. Gladys se inclinó agradecida.
Así, Gladys siguió regando la semilla del Evangelio por muchos pueblos, y el mandarín empezó a pedir su consejo antes de tomar cualquier decisión. Incluso cuando hubo una revuelta en la cárcel, llamaron a Gladys para que solucionara el problema. Cuando ella habló, los presos dejaron de pelear y soltaron todas sus armas. Uno de los hombres la llamó “Ai-weh-deh” que significa virtuosa. Y desde ese episodio, los habitantes de Yangcheng la llamaron así. Todo iba marchando viento en popa, Gladys había adoptado a una pequeña niña a quien llamó “Nuevepeniques”, porque por ese mínimo precio la compró a una vendedora de niños, y poco a poco acogió a más de un centenar de ellos. Un día, empezaron a lanzar bombas desde el cielo: eran aviones japoneses que estaban invadiendo los pueblos chinos. La guerra duró muchos meses, los pobladores huyeron a otros pueblos en busca de refugio, los japoneses destruyeron todo a su paso y derramaron muchísima sangre de personas inocentes, en su gran mayoría cristianos. Gladys visitaba a los refugiados, curaba heridos, consolaba a los que habían perdido a su familia, le daba cristiana sepultura a los fallecidos y acogía más y más pequeños, que habían quedado huérfanos.
-Ai-weh-deh, querida amiga, Ai-weh-deh – dijo – He visto cómo eres y todo lo que haces y me gustaría ser cristiano como tú.
Un suspiro de asombro surgió entre los huéspedes, pero Gladys no emitió sonido alguno. No podía. Estaba demasiado aturdida. En medio de la violencia y la guerra Dios había estado obrando poco a poco en el corazón del mandarín. Lágrimas de gratitud le saltaron de los ojos. Cualquier cosa que le sucediera a partir de ese momento merecía la pena, con tal de haber oído decir al mandarín que se hacía cristiano.
Después de este magno acontecimiento, el mandarín huyó del pueblo, porque corría peligro de morir. Así también, la misionera inglesa era buscada por los japoneses, quienes habían recibido una copia del artículo de la revista Time, que narraba la honorable labor que Ai-weh-deh estaba realizando en medio de la guerra. Los japoneses ofrecían un alto precio por su cabeza, y ella debía huir y proteger a sus doscientos hijos adoptivos. Así, Gladys dejó atrás a su amado pueblo y se encaminó hacia Sian, donde había un orfanato que acogería a los niños. Era sumamente peligroso seguir esa ruta, porque había soldados japoneses por todos los alrededores, pero Ai-weh-deh confiaba en que Dios los protegería. Él nunca la había defraudado. No llegaron a Sian pero lograron arribar a la ciudad de Fugeng y Gladys dejó a sus amados niños en un orfanato. Su estado de salud era delicado y pronto cayó en estado de coma. Después de su recuperación, Aylward siguió predicando y miles de personas entregaron su vida a Cristo en medio del comunismo, que había obtenido un mayor control político como consecuencia de la guerra entre Japón y China. Muchos jóvenes cristianos fueron amenazados en las universidades, pese a esto, no se dejaron amedrentar.
Gladys se cubrió el rostro. Lo único que pudo hacer fue elevar la misma plegaria que la señora Lawson le enseñara cuando vio su propio nombre escrito en el aviso de Yangcheng ofreciendo recompensa a quien diera con su paradero. “Si he de morir, no tema yo a la muerte, más tenga ésta sentido, oh Dios, cuando llegue mi hora”.
Aunque deseaba huir de aquel terrible escenario, Gladys permaneció en la plaza mientras se preguntaba a los doscientos estudiantes si apoyaban al régimen comunista. Aun cuando sabían que sólo les separaba un instante de una muerte segura, ninguno de ellos declaró que apoyaba a los comunistas. Todos ellos fueron decapitados.
Al poco tiempo, Gladys regresó a su país natal, habían pasado 17 largos años y Ai-weh-deh se había convertido en un memorable personaje, gracias al artículo de la revista Time, que había sido leído por millones de personas alrededor del mundo. Gladys pudo al fin reunirse con su familia y compartir con ellos cada una de sus increíbles aventuras en la lejana China. Al poco tiempo viajó a Formosa, un pueblo chino en donde pasó sus últimos días. Cada segundo que Dios le dio de vida, la valiente y carismática Gladys lo dedicó a servir a Dios y su prójimo. Aylward falleció el día de Año Nuevo de 1970, cuando contaba sesenta y siete años: más de un millar de personas fueron a darle el último adiós a la misionera inglesa pero de corazón chino.